lunes, 9 de marzo de 2009

TERRITORIOS DE PAZ

Las mujeres de aquella casa....hablaban de la vida como de un río, a veces manso, a veces enardecido; en el cual todo lo que podían hacer era dejarse llevar y pronunciar una que otra plegaria, regadas con agua bendita.
Lloraban quedamente, en habitaciones en penumbras, a la luz de las velas en las que quemaban hojas de olivo, para ahuyentar la tormenta, para aliviar el miedo, para espantar a la muerte.
Cuando estallaba un llanto nuevo, abría una flor, brotaban los eucaliptos, apenas sonreían y se dejaban llevar con suavidad, sin dejar de palpar la última lágrima que quedó en el ruedo del delantal.
Aquella mañana de agosto en la cocina, más que sencilla, el agua hervía a borbotones, desbordando las ollas tiznadas, las leñas encendidas respondían con furiosas lenguas de fuego amarillas y naranjas.
Alguien con un susurro nos pidió a los niños que saliéramos. La puerta sencilla, maciza , era el límite entre esa oscuridad opresiva y la luz de la mañana.
Un hilo de agua salía de la bomba, marcando un zurco en la tierra reseca del patio, junto a un arbusto cargado de flores blancas de generosa fragancia.
Más allá del laurel , asida a los eucaliptos , de pie , casi silente, la abuela sollozaba.
Marta, Beto y yo fuimos a colgarnos de su pollera de griseta. No éramos ángeles como aquel que la casa había regalado al cielo.
Éramos bulliciosos, traviesos, compinches, pero necesitábamos desesperadamente ese territorio en paz que era esa falda.